Roma, 31 de enero de 2010. Serán ya tres semanas que estoy de nuevo
en Italia. Cuando me fui, Berlusconi tenía tiempo de haber renunciado y Mario
Monti se estaba consolidando como el nuevo "preciso" sin demasiadas
ceremonias. Antes de irme, las llamas de la crisis incendiaban el imaginario de
los italianos, creando una especie de apocalipsis psicológico que ardía apenas
se insinuaba el futuro (o sea a cada cierre de la bolsa de valores). No es que
sostenga -como en su momento lo hicieron Felipe Caderón y sus compinches- que
la crisis mundial sea una cuestión de percepción, de psicosis colectiva;
pero ahora que me encuentro de regreso, a pesar de que el incendio (de la
economía real) continua, pareciera que la calma se ha instalado por fin en este
país.
Y es que si uno ve solamente la
televisión, efectivamente da la impresión de que la crisis y sus peligros
siguen ahí; sin embargo, la presencia del “profesor” (como suelen llamar por
acá a Monti) y su gobierno –a diferencia del desparpajo y la disipación berlusconianas-
ha terminado por imponer una ilusión de seriedad,
de “manos a la obra”. Y entonces los largos servicios televisivos ocupándose de
un nuevo primer ministro que se pasea triunfante y propositivo entre los
líderes del mundo, y que restituye la dignidad nacional (sic) a los italianos, haciendo burlas y chistoretes elegantes a Ángela
Mekel y Nicolás Sarkozy, los otrora tiranos y verdugos de la península.
En el frente interior, los
técnicos han echado a andar sin demasiadas críticas el carro armado neoliberal.
La famosa fórmula LPD (Liberalización, Privatización, Desregulación) se discute
ya en las cámaras, en medio de la apabullante ignorancia histórica de la
izquierda electoral, que apenas atina a objetar cuestiones de forma y no de fondo,
buscando que el mercado, en vez de devorar cruelmente a sus víctimas, coma con
la boca cerrada y use tenedor y cuchillo.
Mientras tanto, el trabajo de
intoxicación mediática continua implacable.
Hace un par de días, por ejemplo,
uno de los noticieros de
la televisión estatal presentó un amplio reportaje sobre la manera en que los
empresarios del norte de Italia (principal motor de la industria en este país),
están viviendo la crisis. Durante media hora desfilaron frente a las cámaras
los propietarios de toda clase de empresas, lamentándose de la incertidumbre
económica y de las medidas “dolorosas” que han tenido que llevar a cabo para
seguir produciendo. Hablaron de despidos de obreros que “eran como de la
familia”; de la reducción de los salarios para mantener los puestos de trabajo
restantes, y de su preocupación por el aumento de los impuestos y la invasión
de los productos chinos.
En este escenario, urdir la trama de una
realidad a modo, capaz de generar pasividad
y consenso entre la opinión pública, requiere necesariamente de la construcción
de un enemigo interno en todos aquellos que se oponen a las medidas anunciadas
por el gobierno, o que simplemente protestan porque se resisten a morir de
hambre. Esta ha sido la suerte de los transportistas que días atrás pararon la
distribución de productos en todo el país, en demanda de mejores condiciones de
trabajo (subsidios a los combustibles, exención del peaje, protección contra la
asimétrica competencia de sus colegas de otros países, etc.).
Ante la fuerza y visibilidad que alcanzó esta
protesta, los medios de comunicación no dudaron en vincular a los insurrectos a
la mafia siciliana y a la camorra
napolitana. Desgraciadamente no fue poca la gente que hizo suya esta
descalificación, y en los escasos foros en los que se le dio la palabra a los
transportistas, su tiempo se consumía irremediablemente en la refutación de
estas vinculaciones, mientras los reporteros abundaban sobre la indignación
popular frente al desabasto de alimentos.
Menos exitosa, en términos de visibilidad,
fue la jornada de protestas del pasado 27 de enero. Organizaciones sociales,
sindicatos, estudiantes y gente sin más, se dieron cita en las principales
plazas del país para protestar por las medidas que se pretenden imponer en
nombre de la liberalización de la economía. Entre los más afectados están los
trabajadores de las Ferrovías del Estado, sobre quienes pende la amenaza del
despido ante la inminente privatización que promueve el gobierno de Mario Monti.
Sin embargo en los medios no sólo no se le dio cobertura a las movilizaciones,
sino que se programaron amplios reportajes -con todo y sus “paneles de expertos”-,
que hablaron sobre los enormes costos que representa la gigantesca e
ineficiente burocracia italiana.
Y es que en este país, como ya sucedió meses
atrás en Grecia, se preparan despidos en masa dentro del sector público. Una
medida que en realidad busca darle liquidez al Estado italiano para pagar los
servicios de su deuda, satisfaciendo de paso las exigencias del mercado en
términos de permitirle la entrada a sectores que anteriormente le estaba
vedados, o en los que se encontraba enormemente condicionado (salud, educación,
transporte, comunicaciones, industria, etcétera).
Tras la designación de Mario Monti y su
gobierno de técnicos, en Italia se vive una suspensión de la política. Se trata
de un gobierno de facto, en donde el mercado se ha quitado, aunque sea
momentáneamente, el estorbo de la simulación parlamentaria. Al respecto, el
estancamiento y la falta de perspectiva de los partidos políticos es tan sólo
un síntoma, el más visible. Sin embargo, la dimensión más grave de este momento
histórico tiene que ver con el tratamiento de la oposición y la futura
administración policíaca del descontento. No es casual que mientras se llevaba
a cabo la mencionada jornada de protestas del 27 de enero, la policía organizó
un operativo “quirúrgico” en el que se arrestaron a 25 opositores al tren de alta
velocidad en Val de Susa, al norte de Italia, acusados de oponerse
violentamente al ingreso de maquinaria a la zona en cuestión meses atrás.
En Italia y en Grecia es claro que el rey
está desnudo. La más mínima forma de democracia, la más absurda, cuestionable y
onerosa, la democracia representativa,
está suspendida. Arriba deben estar contentos, pues la Unión Europea parece
estar superando la molesta contradicción de la unión monetaria sin unidad
política, gracias al incipiente éxito de los gobiernos del mercado.
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