“Es fácil ser heroico y generoso en un momento
determinado, lo que cuesta es ser fiel y constante.”
Karl Marx
En algún lugar de ese libro-medicamento que es El mito de Sísifo, Albert Camus menciona que “todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales”. Frente a esta afirmación, podríamos pensar que la sensibilidad está sujeta a una suerte de Ley de Gravedad cuya fuerza de atracción encuentra su centro en los imperativos enajenantes de una modernidad enferma.
Sin embargo, aunque indiferencia, abulia y renuncia constituyen conductas deseables en una sociedad como la nuestra, sometida a todos los subproductos de la violencia inherente al capitalismo globalizado y neoliberal, también es cierto que este orden de cosas no implica una disposición inamovible que determine a manera de destino los movimientos de la conciencia.
Considerando lo anterior, vale la pena preguntarse por las razones que han tenido aquellas personas que resisten a la capacidad de asimilación del sistema a lo largo de toda su vida, aun a pesar de las terribles decepciones que se pueden llegar a tener de camino a ese mundo mejor al que aspiramos.
En la búsqueda de una posible respuesta, tuve la fortuna de encontrarme con el borrador de algo que está próximo a ser un libro, y que lleva por título: Travesía a Ítaca: recuerdos de un militante de izquierda (del comunismo al zapatismo, 1965-2001). Su autor, Raúl Jardón, ya no está con nosotros, pero es claro que éstas, sus últimas letras, nos dejan algunas claves para entender la persistencia obstinada de un luchador social que echó su suerte con los pobres de la tierra hasta el último aliento.
Una de las ideas que más impactaron la militancia de Raúl, según él mismo nos cuenta al principio de su libro, proviene de un comentario que hizo Marcelino Perelló en una entrevista que le concedió a la revista Proceso, en 1978. Perelló, recordando un poema de Konstantínos Kavafis, dijo que “La revolución no es Ítaca. La revolución es el viaje a Ítaca. Y el revolucionario que no lo sienta así será un frustrado permanente”.
Tras esas palabras se puede comprender por qué las nuevas generaciones solemos cometer el error de pensar que la historia comienza con nosotros; pero también se entiende por qué a veces encontramos a antiguos militantes de izquierda que piensan que ésta (la izquierda y la historia), se acaba(n) con ellos. El problema es el mismo: una percepción irreal del tiempo, que supedita la construcción colectiva de la historia al capricho y las contingencias del yo.
Y es que cuando a nuestra conciencia se le antoja cercana la posibilidad de un cambio radical de esa realidad que nos indigna y nos llena de rabia, pasa que pasan los años y de ese amanecer no vemos nada. Entonces, corremos el riesgo de que la indignación se convierta en esa bien conocida soledad hecha de llamas, que tienden a la ceniza bajo el efecto del cinismo que ocupa el lugar de lo que antes fuera rabia. Y gracias a esa alquimia, el Poder se ve cada vez menos desagradable; la rutina suicida de aquella aristocracia asalariada más seductoramente habitable, y lo “decoroso”, a diferencia de la dignidad, se revela como una prenda más fácil de llevar.
La belleza que entraña la metáfora contenida en la idea del viaje a Ítaca se encuentra en el hecho de que el viaje en sí es ya un regalo. Esta certeza educa nuestra paciencia, pero también nos enseña a decir nosotros; de ahí que la desesperación no tenga lugar cuando el destino es lo de menos, pues se sabe que la noche se camina desde hace siglos hacia un amanecer cuya fecha es un número invisible.
La pregunta que aquí nos hemos planteado no es de ninguna manera inocente. El tratar de develar las motivaciones de un compromiso que va más allá de las contingencias, parte de la necesidad de conocer y reconocer la herencia legada por las viejas generaciones de luchadores sociales. Por esta vía estaremos en condiciones de retomar sus valiosas experiencias, previniéndonos de sus errores y fortaleciéndonos con sus aciertos; pero también, y sobre todo, nos daremos cuenta de que en realidad no estamos solos. Raúl Jardón, al igual que todas aquellas personas que ya no están con nosotros, son rastros que invitan a vivir en rebeldía permanente contra la capacidad de asimilación del sistema.
Más sobre Tavesía a Ítaca en: http://www.travesiaitaca.com/
determinado, lo que cuesta es ser fiel y constante.”
Karl Marx
En algún lugar de ese libro-medicamento que es El mito de Sísifo, Albert Camus menciona que “todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales”. Frente a esta afirmación, podríamos pensar que la sensibilidad está sujeta a una suerte de Ley de Gravedad cuya fuerza de atracción encuentra su centro en los imperativos enajenantes de una modernidad enferma.
Sin embargo, aunque indiferencia, abulia y renuncia constituyen conductas deseables en una sociedad como la nuestra, sometida a todos los subproductos de la violencia inherente al capitalismo globalizado y neoliberal, también es cierto que este orden de cosas no implica una disposición inamovible que determine a manera de destino los movimientos de la conciencia.
Considerando lo anterior, vale la pena preguntarse por las razones que han tenido aquellas personas que resisten a la capacidad de asimilación del sistema a lo largo de toda su vida, aun a pesar de las terribles decepciones que se pueden llegar a tener de camino a ese mundo mejor al que aspiramos.
En la búsqueda de una posible respuesta, tuve la fortuna de encontrarme con el borrador de algo que está próximo a ser un libro, y que lleva por título: Travesía a Ítaca: recuerdos de un militante de izquierda (del comunismo al zapatismo, 1965-2001). Su autor, Raúl Jardón, ya no está con nosotros, pero es claro que éstas, sus últimas letras, nos dejan algunas claves para entender la persistencia obstinada de un luchador social que echó su suerte con los pobres de la tierra hasta el último aliento.
Una de las ideas que más impactaron la militancia de Raúl, según él mismo nos cuenta al principio de su libro, proviene de un comentario que hizo Marcelino Perelló en una entrevista que le concedió a la revista Proceso, en 1978. Perelló, recordando un poema de Konstantínos Kavafis, dijo que “La revolución no es Ítaca. La revolución es el viaje a Ítaca. Y el revolucionario que no lo sienta así será un frustrado permanente”.
Tras esas palabras se puede comprender por qué las nuevas generaciones solemos cometer el error de pensar que la historia comienza con nosotros; pero también se entiende por qué a veces encontramos a antiguos militantes de izquierda que piensan que ésta (la izquierda y la historia), se acaba(n) con ellos. El problema es el mismo: una percepción irreal del tiempo, que supedita la construcción colectiva de la historia al capricho y las contingencias del yo.
Y es que cuando a nuestra conciencia se le antoja cercana la posibilidad de un cambio radical de esa realidad que nos indigna y nos llena de rabia, pasa que pasan los años y de ese amanecer no vemos nada. Entonces, corremos el riesgo de que la indignación se convierta en esa bien conocida soledad hecha de llamas, que tienden a la ceniza bajo el efecto del cinismo que ocupa el lugar de lo que antes fuera rabia. Y gracias a esa alquimia, el Poder se ve cada vez menos desagradable; la rutina suicida de aquella aristocracia asalariada más seductoramente habitable, y lo “decoroso”, a diferencia de la dignidad, se revela como una prenda más fácil de llevar.
La belleza que entraña la metáfora contenida en la idea del viaje a Ítaca se encuentra en el hecho de que el viaje en sí es ya un regalo. Esta certeza educa nuestra paciencia, pero también nos enseña a decir nosotros; de ahí que la desesperación no tenga lugar cuando el destino es lo de menos, pues se sabe que la noche se camina desde hace siglos hacia un amanecer cuya fecha es un número invisible.
La pregunta que aquí nos hemos planteado no es de ninguna manera inocente. El tratar de develar las motivaciones de un compromiso que va más allá de las contingencias, parte de la necesidad de conocer y reconocer la herencia legada por las viejas generaciones de luchadores sociales. Por esta vía estaremos en condiciones de retomar sus valiosas experiencias, previniéndonos de sus errores y fortaleciéndonos con sus aciertos; pero también, y sobre todo, nos daremos cuenta de que en realidad no estamos solos. Raúl Jardón, al igual que todas aquellas personas que ya no están con nosotros, son rastros que invitan a vivir en rebeldía permanente contra la capacidad de asimilación del sistema.
Más sobre Tavesía a Ítaca en: http://www.travesiaitaca.com/
yo, que tanto paseo en mi bici, sé bien eso de que el camino es lo importante.
ResponderEliminartal vez por eso me conmueve tanto, amigo querido, lo bien escrito de tu rollo.
pasan los años y de ese amanecer no vemos nada... más que el camino que -como dijera alguien que si fue a la escuela-, es un regalo.
gracias por el rollito.
Bueno, me parece que esa cita es verdad hermosa, y alienta a continuar nuestra filosofía de vida, en verdad que a veces es difícil seguir viendo que no cambia nada, que como decía León Felipe, "siempre los mismos tiranos y los mismos, los mismos poetas" Lo malo también es escudarnos en la "lucha" y no hacer nada de la vida, la lucha siempre será una buena excusa para no lograr nada. Te mando un saludo.
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