Actualmente se piensa que la represión de la conciencia de la muerte es una condición necesaria para reforzar la voluntad de vivir. En ese sentido, se asume que la muerte debe ser apartada de la reflexión cotidiana o, al menos, dado que sus manifestaciones son inevitables, rodeada por un cerco que proteja el “sano” equilibrio que nos permite seguir adelante. Bajo esa lógica, no es casual que en hospitales, clínicas, morgues, funerarias y cementerios se perfeccionen los mecanismo que institucionalizan el silencio que acompaña a los pacientes desde un diagnóstico adverso hasta la tumba; todo con el máximo grado de despersonalización posible en los códigos de una burocracia implacable e inconmovible.
Frente a esta realidad, uno no puede dejar de pensar en las similitudes que guarda la administración del cuerpo del enfermo en las instituciones dedicadas a la salud, con el tratamiento que recibe el cuerpo del prisionero en las instituciones dedicadas al castigo. Estas similitudes las encontramos principalmente en el manejo de los principios subyacentes en ambos casos: enfermedad y muerte, cuando se trata de los sistemas de salud; transgresión y castigo, cuando nos referimos a los sistemas punitivos.
Efectivamente, si por un lado tenemos que los rituales punitivos han evolucionado desde la exhibición pública de las penas corporales impuestas al transgresor (mutilaciones, tortura y muerte), hasta la creación de un complejo código jurídico que privilegia su ocultamiento en cárceles de todo tipo; en el caso de los enfermos, los modernos sistemas de salud establecen una serie prácticas que separan la enfermedad de quien la padece, al mismo tiempo que al enfermo del resto del mundo.
Cualquier persona que haya tenido que visitar un hospital está al tanto de la despersonalización que supone el trato de los médicos hacia los pacientes. Al enfermo se le mide, se le pesa, se le examina y se le prescribe una receta con los medicamentos que habrá de tomar para recuperar su salud. Si el padecimiento es leve, posiblemente el paciente no tendrá ningún problema en aceptar la escasa interacción que tienen los médicos con su persona, pues mientras más rápido pueda regresar a su vida, mejor. Sin embargo no siempre es así, ya que hay enfermos graves para los que el hospital se convierte en un verdadero territorio de frontera, en cuya geografía se administran los síntomas que le alejan cada vez más de aquella realidad, su vida, en donde la enfermedad y la muerte no encuentran respuestas sociales positivas que aminoren ni la soledad, ni las implicaciones del diagnóstico.
Por otro lado, el correlato público de este teatro para especialistas (médicos, enfermeras, trabajadores sociales, etc.), encuentra en la estadística y los medios de comunicación los canales apropiados para garantizar de nueva cuenta la represión de la muerte. En el primer caso, los datos sobre la distribución y el comportamiento de las enfermedades más graves y extendidas como, por ejemplo, el cáncer y el sida, despojan de todo dramatismo no sólo la situación real de los pacientes de carne y hueso, sino también las condiciones en que éstas, y otras enfermedades, son atendidas y entendidas. En el caso de los medios de comunicación, la muerte -sea real o ficticia-, se convierte en un espectáculo imprescindible en donde los espectadores pueden testimoniar la muerte del otro con una sensación de distancia que no se ve alterada a pesar del realismo de la representación.
El problema es que el fenómeno de la muerte se asume de manera general como algo que le sucede a los enfermos, a los asesinados, a quienes sufren accidentes o son víctimas de catástrofes. Pero nunca se piensa que esas causas pueden tocarnos de la misma forma que a los otros. Y es que todos sabemos que vamos a morir, la diferencia radica en el lugar que le damos a la muerte en nuestra vida, pues se puede tener conciencia de la propia finitud, pero también puede ser que no se quiera saber nada acerca de ella.
Al respecto, hay quienes afirman que es precisamente la certeza de la muerte la que nos humaniza, y que por ello nuestra especie, a lo largo de toda su historia, ha creado una infinidad de procesos de asimilación colectiva alrededor de este fenómeno. Habría que cuestionar la calidad y la naturaleza de los procesos que utilizamos actualmente, pues es evidente que este orden de cosas privilegia y promueve la falta de sensibilidad ante algo que nos alude a todos.
Frente a esta realidad, uno no puede dejar de pensar en las similitudes que guarda la administración del cuerpo del enfermo en las instituciones dedicadas a la salud, con el tratamiento que recibe el cuerpo del prisionero en las instituciones dedicadas al castigo. Estas similitudes las encontramos principalmente en el manejo de los principios subyacentes en ambos casos: enfermedad y muerte, cuando se trata de los sistemas de salud; transgresión y castigo, cuando nos referimos a los sistemas punitivos.
Efectivamente, si por un lado tenemos que los rituales punitivos han evolucionado desde la exhibición pública de las penas corporales impuestas al transgresor (mutilaciones, tortura y muerte), hasta la creación de un complejo código jurídico que privilegia su ocultamiento en cárceles de todo tipo; en el caso de los enfermos, los modernos sistemas de salud establecen una serie prácticas que separan la enfermedad de quien la padece, al mismo tiempo que al enfermo del resto del mundo.
Cualquier persona que haya tenido que visitar un hospital está al tanto de la despersonalización que supone el trato de los médicos hacia los pacientes. Al enfermo se le mide, se le pesa, se le examina y se le prescribe una receta con los medicamentos que habrá de tomar para recuperar su salud. Si el padecimiento es leve, posiblemente el paciente no tendrá ningún problema en aceptar la escasa interacción que tienen los médicos con su persona, pues mientras más rápido pueda regresar a su vida, mejor. Sin embargo no siempre es así, ya que hay enfermos graves para los que el hospital se convierte en un verdadero territorio de frontera, en cuya geografía se administran los síntomas que le alejan cada vez más de aquella realidad, su vida, en donde la enfermedad y la muerte no encuentran respuestas sociales positivas que aminoren ni la soledad, ni las implicaciones del diagnóstico.
Por otro lado, el correlato público de este teatro para especialistas (médicos, enfermeras, trabajadores sociales, etc.), encuentra en la estadística y los medios de comunicación los canales apropiados para garantizar de nueva cuenta la represión de la muerte. En el primer caso, los datos sobre la distribución y el comportamiento de las enfermedades más graves y extendidas como, por ejemplo, el cáncer y el sida, despojan de todo dramatismo no sólo la situación real de los pacientes de carne y hueso, sino también las condiciones en que éstas, y otras enfermedades, son atendidas y entendidas. En el caso de los medios de comunicación, la muerte -sea real o ficticia-, se convierte en un espectáculo imprescindible en donde los espectadores pueden testimoniar la muerte del otro con una sensación de distancia que no se ve alterada a pesar del realismo de la representación.
El problema es que el fenómeno de la muerte se asume de manera general como algo que le sucede a los enfermos, a los asesinados, a quienes sufren accidentes o son víctimas de catástrofes. Pero nunca se piensa que esas causas pueden tocarnos de la misma forma que a los otros. Y es que todos sabemos que vamos a morir, la diferencia radica en el lugar que le damos a la muerte en nuestra vida, pues se puede tener conciencia de la propia finitud, pero también puede ser que no se quiera saber nada acerca de ella.
Al respecto, hay quienes afirman que es precisamente la certeza de la muerte la que nos humaniza, y que por ello nuestra especie, a lo largo de toda su historia, ha creado una infinidad de procesos de asimilación colectiva alrededor de este fenómeno. Habría que cuestionar la calidad y la naturaleza de los procesos que utilizamos actualmente, pues es evidente que este orden de cosas privilegia y promueve la falta de sensibilidad ante algo que nos alude a todos.
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