Alguien
escribía hace unos días en la Jornada sobre los riesgos que lleva
consigo la creciente acumulación de hartazgo entre los mexicanos.
Exiten varios “macrofenómenos” que se esgrimen a manera de
explicación sobre los factores implicados en dicho proceso; la pobreza, la impunidad, la corrupción y la inseguridad son
algunos de ellos. La cuestión es que el malestar generalizado
es un hecho multidimensional que tiene sí, grandes causas en su
orígen, pero distribuidas en una infinidad de microchingaderas
cotidianas encapsuladas en igual número de infiernitos individuales.
El
hecho de entrecomillar la palabra macrofenómenos no casual:
hablar de fenómenos tiene un sabor de cosas-que-aparacen-de-la-nada,
o sea, sin responsabilidades atribuíbles a agentes responsables de
efectos y/o intenciones determinadas. La cuestión es que en cada
caso se podría hacer -no sin dificultades- un seguimiento más o
menos preciso que nos ayude a dar cuenta de cómo fluyen las
chingaderitas de todos los días, y como éstas se agregan en una
gran chingaderota bajo la forma de eso que hemos aludido con el
término “macrofenómeno”.
Tomémos
como ejemplo el caso de los recibos locos de la CFE. Las protestas
ante las arbitrariedades de paraestatal son anteriores a la extinción
de Luz y Fuerza del Centro (tal como lo demuestran los casos de
Chiapas, Oaxaca o Veracrúz), sin embargo, luego de la desaparición
de LFC, la injusticia ha venido a cobrarse (literalmente) su venganza
en contra de los antiguamente “privilegiados” habitantes del
centro del país. Este hecho, advertido desde antes por los propios
electricistas del SME, ha provocado que la gente se organice contra
las “nuevas reglas del juego”. Desgraciadamente, en todo el
recorrido de esta “pequeña revolución del usuario”, la Suprema
Corte ha aplanado el camino de la paraestatal hacia la impunidad (y,
en última instancia, hacia la privatización energética),
legitimando lo ilegitimo y rechazando toda controversia llevada a
cabo por iniciativa de los consumidores.
Hoy nos enteramos que la Suprema acaba de determinar que no será posible
ampararse en contra de los cobros excesivos de la CFE, eliminando la
tibia -pero hasta ahora única- forma de resistencia compartida por
miles de consumidores. O sea que se ha terminado por darle
legitimidad a los alegatos tiránicos con los que, ya desde hace
tiempo, la paraestatal ha venido respondiendo a la gente: “primero
paga y después virigua”. Digamos entonces que esta decisión nos
pone delante de una nueva macrochingadera, pues quienes tenían sus
esperanzas puestas en una resolución favorable a los usuarios se
quedaron vestidos y alborotados.
En
otras palabras, a fuerza de ortopedias, el aparato legal que acompaña
la imposición del multisobado modelo neoliberal, impone un parche
(más), que busca perpetuar la imagen del consumidor estupefacto e
impotente ante un recibo de luz que muy probablemente no podrá
pagar. Pero no sólo (se sabe que las chingadera nunca vienen solas):
desde el 2009 la CFE experimenta nuevas formas de administrar el
servicio de energía para abaratar los costos de la mano de obra
(despidos), y estratificar a los consumidores en términos de su
capacidad de consumo... pero no con criterios de necesidad
(hogar/comercio/industria), sino económicos (poder adquisitivo).
Sin
duda alguna una de las formas más polémicas de este experimento son
los medidores de prepago, que funcionan con la misma lógica del
“tiempo aire” utilizado por las compañías de telefonía
celular. Y a pesar de que todavía no es clara la forma en que
operará definitivamente este esquema, la intención de segmentar a
los usuarios según sus capacidades de pago significa la eliminación
definitiva de la relación
energía eléctrica = derecho de la población.
En
el caso de los celulares, si usted no cuenta con mucho dinero “le
conviene” comprar tarjetas prepagadas o comprar tiempo aire en una
tienda o supermercado; si después de una semana usted se queda sin
crédito, o mete más o se contenta solamente con recibir llamadas,
pero ¿qué pasa con la electricidad? Considerando la situación
económica de nuestro país, no es descabellado imaginar situaciones
en las que una familia podría permitirse solamente quince días de
servicio con tal de poder pagar la renta, otros recibos, la escuela o
simplemente comer. ¿Y el resto del mes? Por supuesto que para
quienes sí pueden pagar, al igual que con el servicio de telefonía
móvil, habrá flamantes promociones y planes tarifarios con montos proporcionales al servicio adquirido. Privilegios de un mercado abierto, en donde
por fin los contratistas privados de la CFE podrán salir del clóset
y lucir sus logotipos a todo color.
La
neoliberalización realmente existente ha demostrado en más de una
ocasión que la privatización de las ganancias significa la
socialización de la pérdidas, y seguramente no pasará mucho tiempo
antes de que la energética sea definida como un nuevo indicador para
“medir” la pobreza. Lo más perverso, sin embargo, es que esta
nueva segmentación social se desarrolla paralelamente a las viejas y
nuevas barreras creadas por las capacidades diferenciadas de consumo
en un mundo sin amortiguadores sociales. Por eso es muy probable que,
efectivamente, el hartazgo termine por hacernos estallar a todos en
algún punto, el problema es que la necesidad de un cambio radical no
es atemporal (y gloriosa) como se pensaba antiguamente: ahora tenemos
que hacer cuentas con un sentido completamente nuevo de la escasez,
por no mencionar los desastres en ciernes que amenazan la vida en
nuestro planeta.
Epílogo (pesimista).
Año 2040. Los dueños de la fiesta superan su inmediatismo y
festejan ante la conciencia de ser los administradores del declino
definitivo de la raza humana. Hasta entonces se había augurado
continuamente una inevitable explosión de hartazgo entre los
millones de seres humanos que constituyen las castas menores, pero un
científico muy sesudo descubrió -para felicidad del dinero-, que la
tolerancia humana se basa en una compleja estructura fractal (y por
ello infinita) en la que se almacena el resentimiento.