Ayer por la noche apareció un spot en la televisión italiana, en
donde el gobierno anuncia la puesta en marcha del “Laboratorio
Nazionale del DNA”. Como estaba distraído, al inicio pensé que se
trataba de un episodio de Law and Order, o alguna de las innumerables
series policiacas que ponen en canal Giallo, pero no: era un anuncio
oficial. Hoy por la mañana me decidí a buscar algo de información
al respecto, y resulta que los medios hablan abundantemente de la
cuestión, pero siempre desde el prisma de la crítica a la
ineficiencia burocrática italiana. Y es que el acuerdo europeo para
poner en marcha este tipo de infraestructuras está en vigor desde el
2005, pero aquí lo han puesto a funcionar con nueve años de
retraso.
En todo caso, y según mi opinión, se trata de la enésima
demostración del sentido que empuja buena parte de la revolución
tecnológica, que no por cotidiana es menos brutal e inquietante. Es
verdad que se pueden encontrar muchos acercamentos críticos sobre
toda nueva manifestación del Big Brother, pero es poco lo que se
dice del espíritu que la anima, y por lo general -incluso desde el
extremo izquierdo de la fiesta- la cuestión se resuelve aludiendo al
carácter supuestamente neutral de la ciencia.
¿Que la tecnología “puede ser buena o mala, según en las
manos de quién esté”? Lo dudo sinceramente. No se necesita ser
Heidegger o Foucault para saber que una pistola está hecha para
matar, independientemente de que quien la tenga sea el papa Bergoglio
o George Bush. En este caso, la racionalidad que está detrás de la
biométrica ha sido más o menos la misma desde que, en 1891, Juan
Vucetich exclamara “Eureka” cuando descubrió el potencial de las
huellas dactilares como método de identificación.
En perspectiva lo que queda claro es que, más allá del debate
sobre privacidad y derechos individuales, la voluntad de control y
clasificación de la desviación es una constante histórica cuyo
único límite material ha sido determinado por el desarrollo
tecnológico. La vergonzosa distancia que existe entre la capacidad
de adaptación de las legislaciones nacionales (la única manera de
“controlar cómo nos controlan”), con respecto al incremento
exponencial de la innovación tecnológica no hacen más que
confirmar lo anterior.
Alguien podría objetar que la constante es más bien la
“necesaria” presencia del Leviatán, visto que Homo homini
lupus = “nosotros somos muy malos pero quien nada
debe nada teme y etcétera…” Hágase, “namás” por ociosidad,
un simple ejercicio de a + b entre la última bomba
del buen Snowden (que aparece hoy en el periódico la
@lajornadaonline)
y la recientemente aprobada Ley de Geolocalización en México.
La revelación de Snowden habla de drones que ubican y “deciden”
atacar a un objetivo militar (humano), gracias a los datos de su
tarjeta SIM; la Ley de Geolocalización abre la puerta a más de un
infierno orwelliano con la misma tecnología pero, ¿sin drones y sin
la eliminación de ningún Osama mexicano?
Esperemos que esa cosa que llaman sentido común no termine
aceptando la superioridad del algoritmo (en tanto que “neutral”)
por encima de la razón. Y es que esta última, por muchos monstruos
que sus sueños generen, sigue siendo humana; sigue siendo nuestra.