jueves, 27 de marzo de 2014

Macrofenómenos y Microchingaderas

Alguien escribía hace unos días en la Jornada sobre los riesgos que lleva consigo la creciente acumulación de hartazgo entre los mexicanos. Exiten varios “macrofenómenos” que se esgrimen a manera de explicación sobre los factores implicados en dicho proceso; la pobreza, la impunidad, la corrupción y la inseguridad son algunos de ellos. La cuestión es que el malestar generalizado es un hecho multidimensional que tiene sí, grandes causas en su orígen, pero distribuidas en una infinidad de microchingaderas cotidianas encapsuladas en igual número de infiernitos individuales.

El hecho de entrecomillar la palabra macrofenómenos no casual: hablar de fenómenos tiene un sabor de cosas-que-aparacen-de-la-nada, o sea, sin responsabilidades atribuíbles a agentes responsables de efectos y/o intenciones determinadas. La cuestión es que en cada caso se podría hacer -no sin dificultades- un seguimiento más o menos preciso que nos ayude a dar cuenta de cómo fluyen las chingaderitas de todos los días, y como éstas se agregan en una gran chingaderota bajo la forma de eso que hemos aludido con el término “macrofenómeno”.

Tomémos como ejemplo el caso de los recibos locos de la CFE. Las protestas ante las arbitrariedades de paraestatal son anteriores a la extinción de Luz y Fuerza del Centro (tal como lo demuestran los casos de Chiapas, Oaxaca o Veracrúz), sin embargo, luego de la desaparición de LFC, la injusticia ha venido a cobrarse (literalmente) su venganza en contra de los antiguamente “privilegiados” habitantes del centro del país. Este hecho, advertido desde antes por los propios electricistas del SME, ha provocado que la gente se organice contra las “nuevas reglas del juego”. Desgraciadamente, en todo el recorrido de esta “pequeña revolución del usuario”, la Suprema Corte ha aplanado el camino de la paraestatal hacia la impunidad (y, en última instancia, hacia la privatización energética), legitimando lo ilegitimo y rechazando toda controversia llevada a cabo por iniciativa de los consumidores.

Hoy nos enteramos que la Suprema acaba de determinar que no será posible ampararse en contra de los cobros excesivos de la CFE, eliminando la tibia -pero hasta ahora única- forma de resistencia compartida por miles de consumidores. O sea que se ha terminado por darle legitimidad a los alegatos tiránicos con los que, ya desde hace tiempo, la paraestatal ha venido respondiendo a la gente: “primero paga y después virigua”. Digamos entonces que esta decisión nos pone delante de una nueva macrochingadera, pues quienes tenían sus esperanzas puestas en una resolución favorable a los usuarios se quedaron vestidos y alborotados.

En otras palabras, a fuerza de ortopedias, el aparato legal que acompaña la imposición del multisobado modelo neoliberal, impone un parche (más), que busca perpetuar la imagen del consumidor estupefacto e impotente ante un recibo de luz que muy probablemente no podrá pagar. Pero no sólo (se sabe que las chingadera nunca vienen solas): desde el 2009 la CFE experimenta nuevas formas de administrar el servicio de energía para abaratar los costos de la mano de obra (despidos), y estratificar a los consumidores en términos de su capacidad de consumo... pero no con criterios de necesidad (hogar/comercio/industria), sino económicos (poder adquisitivo).

Sin duda alguna una de las formas más polémicas de este experimento son los medidores de prepago, que funcionan con la misma lógica del “tiempo aire” utilizado por las compañías de telefonía celular. Y a pesar de que todavía no es clara la forma en que operará definitivamente este esquema, la intención de segmentar a los usuarios según sus capacidades de pago significa la eliminación definitiva de la relación energía eléctrica = derecho de la población.

En el caso de los celulares, si usted no cuenta con mucho dinero “le conviene” comprar tarjetas prepagadas o comprar tiempo aire en una tienda o supermercado; si después de una semana usted se queda sin crédito, o mete más o se contenta solamente con recibir llamadas, pero ¿qué pasa con la electricidad? Considerando la situación económica de nuestro país, no es descabellado imaginar situaciones en las que una familia podría permitirse solamente quince días de servicio con tal de poder pagar la renta, otros recibos, la escuela o simplemente comer. ¿Y el resto del mes? Por supuesto que para quienes sí pueden pagar, al igual que con el servicio de telefonía móvil, habrá flamantes promociones y planes tarifarios con montos proporcionales al servicio adquirido. Privilegios de un mercado abierto, en donde por fin los contratistas privados de la CFE podrán salir del clóset y lucir sus logotipos a todo color.

La neoliberalización realmente existente ha demostrado en más de una ocasión que la privatización de las ganancias significa la socialización de la pérdidas, y seguramente no pasará mucho tiempo antes de que la energética sea definida como un nuevo indicador para “medir” la pobreza. Lo más perverso, sin embargo, es que esta nueva segmentación social se desarrolla paralelamente a las viejas y nuevas barreras creadas por las capacidades diferenciadas de consumo en un mundo sin amortiguadores sociales. Por eso es muy probable que, efectivamente, el hartazgo termine por hacernos estallar a todos en algún punto, el problema es que la necesidad de un cambio radical no es atemporal (y gloriosa) como se pensaba antiguamente: ahora tenemos que hacer cuentas con un sentido completamente nuevo de la escasez, por no mencionar los desastres en ciernes que amenazan la vida en nuestro planeta.

Epílogo (pesimista). Año 2040. Los dueños de la fiesta superan su inmediatismo y festejan ante la conciencia de ser los administradores del declino definitivo de la raza humana. Hasta entonces se había augurado continuamente una inevitable explosión de hartazgo entre los millones de seres humanos que constituyen las castas menores, pero un científico muy sesudo descubrió -para felicidad del dinero-, que la tolerancia humana se basa en una compleja estructura fractal (y por ello infinita) en la que se almacena el resentimiento.

martes, 11 de febrero de 2014

¿Ya nadie se pregunta por la técnica?

Ayer por la noche apareció un spot en la televisión italiana, en donde el gobierno anuncia la puesta en marcha del “Laboratorio Nazionale del DNA”. Como estaba distraído, al inicio pensé que se trataba de un episodio de Law and Order, o alguna de las innumerables series policiacas que ponen en canal Giallo, pero no: era un anuncio oficial. Hoy por la mañana me decidí a buscar algo de información al respecto, y resulta que los medios hablan abundantemente de la cuestión, pero siempre desde el prisma de la crítica a la ineficiencia burocrática italiana. Y es que el acuerdo europeo para poner en marcha este tipo de infraestructuras está en vigor desde el 2005, pero aquí lo han puesto a funcionar con nueve años de retraso.
En todo caso, y según mi opinión, se trata de la enésima demostración del sentido que empuja buena parte de la revolución tecnológica, que no por cotidiana es menos brutal e inquietante. Es verdad que se pueden encontrar muchos acercamentos críticos sobre toda nueva manifestación del Big Brother, pero es poco lo que se dice del espíritu que la anima, y por lo general -incluso desde el extremo izquierdo de la fiesta- la cuestión se resuelve aludiendo al carácter supuestamente neutral de la ciencia.
¿Que la tecnología “puede ser buena o mala, según en las manos de quién esté”? Lo dudo sinceramente. No se necesita ser Heidegger o Foucault para saber que una pistola está hecha para matar, independientemente de que quien la tenga sea el papa Bergoglio o George Bush. En este caso, la racionalidad que está detrás de la biométrica ha sido más o menos la misma desde que, en 1891, Juan Vucetich exclamara “Eureka” cuando descubrió el potencial de las huellas dactilares como método de identificación.
En perspectiva lo que queda claro es que, más allá del debate sobre privacidad y derechos individuales, la voluntad de control y clasificación de la desviación es una constante histórica cuyo único límite material ha sido determinado por el desarrollo tecnológico. La vergonzosa distancia que existe entre la capacidad de adaptación de las legislaciones nacionales (la única manera de “controlar cómo nos controlan”), con respecto al incremento exponencial de la innovación tecnológica no hacen más que confirmar lo anterior.
Alguien podría objetar que la constante es más bien la “necesaria” presencia del Leviatán, visto que Homo homini lupus = “nosotros somos muy malos pero quien nada debe nada teme y etcétera…” Hágase, “namás” por ociosidad, un simple ejercicio de a + b entre la última bomba del buen Snowden (que aparece hoy en el periódico la @lajornadaonline) y la recientemente aprobada Ley de Geolocalización en México. La revelación de Snowden habla de drones que ubican y “deciden” atacar a un objetivo militar (humano), gracias a los datos de su tarjeta SIM; la Ley de Geolocalización abre la puerta a más de un infierno orwelliano con la misma tecnología pero, ¿sin drones y sin la eliminación de ningún Osama mexicano?
Esperemos que esa cosa que llaman sentido común no termine aceptando la superioridad del algoritmo (en tanto que “neutral”) por encima de la razón. Y es que esta última, por muchos monstruos que sus sueños generen, sigue siendo humana; sigue siendo nuestra.