sábado, 1 de noviembre de 2008

A propósito de Ítaca

“Es fácil ser heroico y generoso en un momento
determinado, lo que cuesta es ser fiel y constante.”
Karl Marx


En algún lugar de ese libro-medicamento que es El mito de Sísifo, Albert Camus menciona que “todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales”. Frente a esta afirmación, podríamos pensar que la sensibilidad está sujeta a una suerte de Ley de Gravedad cuya fuerza de atracción encuentra su centro en los imperativos enajenantes de una modernidad enferma.

Sin embargo, aunque indiferencia, abulia y renuncia constituyen conductas deseables en una sociedad como la nuestra, sometida a todos los subproductos de la violencia inherente al capitalismo globalizado y neoliberal, también es cierto que este orden de cosas no implica una disposición inamovible que determine a manera de destino los movimientos de la conciencia.

Considerando lo anterior, vale la pena preguntarse por las razones que han tenido aquellas personas que resisten a la capacidad de asimilación del sistema a lo largo de toda su vida, aun a pesar de las terribles decepciones que se pueden llegar a tener de camino a ese mundo mejor al que aspiramos.

En la búsqueda de una posible respuesta, tuve la fortuna de encontrarme con el borrador de algo que está próximo a ser un libro, y que lleva por título: Travesía a Ítaca: recuerdos de un militante de izquierda (del comunismo al zapatismo, 1965-2001). Su autor, Raúl Jardón, ya no está con nosotros, pero es claro que éstas, sus últimas letras, nos dejan algunas claves para entender la persistencia obstinada de un luchador social que echó su suerte con los pobres de la tierra hasta el último aliento.

Una de las ideas que más impactaron la militancia de Raúl, según él mismo nos cuenta al principio de su libro, proviene de un comentario que hizo Marcelino Perelló en una entrevista que le concedió a la revista Proceso, en 1978. Perelló, recordando un poema de Konstantínos Kavafis, dijo que “La revolución no es Ítaca. La revolución es el viaje a Ítaca. Y el revolucionario que no lo sienta así será un frustrado permanente”.
Tras esas palabras se puede comprender por qué las nuevas generaciones solemos cometer el error de pensar que la historia comienza con nosotros; pero también se entiende por qué a veces encontramos a antiguos militantes de izquierda que piensan que ésta (la izquierda y la historia), se acaba(n) con ellos. El problema es el mismo: una percepción irreal del tiempo, que supedita la construcción colectiva de la historia al capricho y las contingencias del yo.
Y es que cuando a nuestra conciencia se le antoja cercana la posibilidad de un cambio radical de esa realidad que nos indigna y nos llena de rabia, pasa que pasan los años y de ese amanecer no vemos nada. Entonces, corremos el riesgo de que la indignación se convierta en esa bien conocida soledad hecha de llamas, que tienden a la ceniza bajo el efecto del cinismo que ocupa el lugar de lo que antes fuera rabia. Y gracias a esa alquimia, el Poder se ve cada vez menos desagradable; la rutina suicida de aquella aristocracia asalariada más seductoramente habitable, y lo “decoroso”, a diferencia de la dignidad, se revela como una prenda más fácil de llevar.

La belleza que entraña la metáfora contenida en la idea del viaje a Ítaca se encuentra en el hecho de que el viaje en sí es ya un regalo. Esta certeza educa nuestra paciencia, pero también nos enseña a decir nosotros; de ahí que la desesperación no tenga lugar cuando el destino es lo de menos, pues se sabe que la noche se camina desde hace siglos hacia un amanecer cuya fecha es un número invisible.

La pregunta que aquí nos hemos planteado no es de ninguna manera inocente. El tratar de develar las motivaciones de un compromiso que va más allá de las contingencias, parte de la necesidad de conocer y reconocer la herencia legada por las viejas generaciones de luchadores sociales. Por esta vía estaremos en condiciones de retomar sus valiosas experiencias, previniéndonos de sus errores y fortaleciéndonos con sus aciertos; pero también, y sobre todo, nos daremos cuenta de que en realidad no estamos solos. Raúl Jardón, al igual que todas aquellas personas que ya no están con nosotros, son rastros que invitan a vivir en rebeldía permanente contra la capacidad de asimilación del sistema.

Más sobre Tavesía a Ítaca en: http://www.travesiaitaca.com/

Sopor Aeternus

viernes, 31 de octubre de 2008

La represión de la muerte

Actualmente se piensa que la represión de la conciencia de la muerte es una condición necesaria para reforzar la voluntad de vivir. En ese sentido, se asume que la muerte debe ser apartada de la reflexión cotidiana o, al menos, dado que sus manifestaciones son inevitables, rodeada por un cerco que proteja el “sano” equilibrio que nos permite seguir adelante. Bajo esa lógica, no es casual que en hospitales, clínicas, morgues, funerarias y cementerios se perfeccionen los mecanismo que institucionalizan el silencio que acompaña a los pacientes desde un diagnóstico adverso hasta la tumba; todo con el máximo grado de despersonalización posible en los códigos de una burocracia implacable e inconmovible.

Frente a esta realidad, uno no puede dejar de pensar en las similitudes que guarda la administración del cuerpo del enfermo en las instituciones dedicadas a la salud, con el tratamiento que recibe el cuerpo del prisionero en las instituciones dedicadas al castigo. Estas similitudes las encontramos principalmente en el manejo de los principios subyacentes en ambos casos: enfermedad y muerte, cuando se trata de los sistemas de salud; transgresión y castigo, cuando nos referimos a los sistemas punitivos.

Efectivamente, si por un lado tenemos que los rituales punitivos han evolucionado desde la exhibición pública de las penas corporales impuestas al transgresor (mutilaciones, tortura y muerte), hasta la creación de un complejo código jurídico que privilegia su ocultamiento en cárceles de todo tipo; en el caso de los enfermos, los modernos sistemas de salud establecen una serie prácticas que separan la enfermedad de quien la padece, al mismo tiempo que al enfermo del resto del mundo.

Cualquier persona que haya tenido que visitar un hospital está al tanto de la despersonalización que supone el trato de los médicos hacia los pacientes. Al enfermo se le mide, se le pesa, se le examina y se le prescribe una receta con los medicamentos que habrá de tomar para recuperar su salud. Si el padecimiento es leve, posiblemente el paciente no tendrá ningún problema en aceptar la escasa interacción que tienen los médicos con su persona, pues mientras más rápido pueda regresar a su vida, mejor. Sin embargo no siempre es así, ya que hay enfermos graves para los que el hospital se convierte en un verdadero territorio de frontera, en cuya geografía se administran los síntomas que le alejan cada vez más de aquella realidad, su vida, en donde la enfermedad y la muerte no encuentran respuestas sociales positivas que aminoren ni la soledad, ni las implicaciones del diagnóstico.

Por otro lado, el correlato público de este teatro para especialistas (médicos, enfermeras, trabajadores sociales, etc.), encuentra en la estadística y los medios de comunicación los canales apropiados para garantizar de nueva cuenta la represión de la muerte. En el primer caso, los datos sobre la distribución y el comportamiento de las enfermedades más graves y extendidas como, por ejemplo, el cáncer y el sida, despojan de todo dramatismo no sólo la situación real de los pacientes de carne y hueso, sino también las condiciones en que éstas, y otras enfermedades, son atendidas y entendidas. En el caso de los medios de comunicación, la muerte -sea real o ficticia-, se convierte en un espectáculo imprescindible en donde los espectadores pueden testimoniar la muerte del otro con una sensación de distancia que no se ve alterada a pesar del realismo de la representación.

El problema es que el fenómeno de la muerte se asume de manera general como algo que le sucede a los enfermos, a los asesinados, a quienes sufren accidentes o son víctimas de catástrofes. Pero nunca se piensa que esas causas pueden tocarnos de la misma forma que a los otros. Y es que todos sabemos que vamos a morir, la diferencia radica en el lugar que le damos a la muerte en nuestra vida, pues se puede tener conciencia de la propia finitud, pero también puede ser que no se quiera saber nada acerca de ella.

Al respecto, hay quienes afirman que es precisamente la certeza de la muerte la que nos humaniza, y que por ello nuestra especie, a lo largo de toda su historia, ha creado una infinidad de procesos de asimilación colectiva alrededor de este fenómeno. Habría que cuestionar la calidad y la naturaleza de los procesos que utilizamos actualmente, pues es evidente que este orden de cosas privilegia y promueve la falta de sensibilidad ante algo que nos alude a todos.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Contra la teoría

La teoría por sí misma es en verdad humo y nada, sobre todo cuando la estructura que la soporta permite que de ese humo y de esa nada se especule, precisamente, más humo y más nada: metateoría. De cualquier manera es igual de pobre y profundamente arrogante jactarse de toda “materialización” que, en el mejor de los casos, es apenas una disciplina de la catarsis.

Aquí no queremos sugerir “justos medios”, pero sí apuntar que entre una cosa y la otra siempre es mejor caminar, pensar y producir reflexionando sobre el sentido; con más razón cuando nuestras producciones pretenden ser armas útiles para una guerra en extremo desigual. Hay que decirlo: la deconstrucción y la denuncia requieren, ante todo, de “disciplina de fuego”; porque nuestros recursos siempre serán escasos y, en términos de un enfrentamiento constante con el monólogo del Poder, resulta absolutamente necesario saber apuntar y hacia donde hacerlo. De ahí nuestra insistencia en la reflexión sobre el sentido.

Fernando Vidal Olmos

domingo, 7 de septiembre de 2008

Apuntes desde el duermevela


Apuntes desde el duermevela

“Hay tantas cosas inasibles perdurando,

que el sueño entre visiones apenas

y me quita el cansancio.”



Los duerme-vela ofrecen visiones curiosas: mal viajes gratuítos, chistes negros y hasta revelaciones extasiantes. Hace algunas noches por ejemplo, me encontraba en una posición tan particularmente cómoda en la cama ¡que comencé a sentirme como el esqueleto de un pescado!. Asumiendo esa imagen en la conciencia de mi cuerpo, recorrí con fascinación las sensaciones de mi nueva geografía ósea hasta quedarme profundamente dormido. A la mañana siguiente, además de seguir en la misma posición, descubrí que había descansado como no lo había hecho en muchísimo tiempo... Me pregunto que pasaría si en la vida diurna le diéramos una dimensión de realidad a nuestra capacidad para la maravilla, seguramente no podríamos metamorfosearnos tan radicalmente, pero la libertad que la vela abierta le daría al viento de nuestras sensaciones sería de un potencial tan espantosamente transformador, tan subversivamente antianquilosante, que hasta siento nostalgia cuando a mi sobría resignación cotidiana le es posible vislumbrarse una brecha de vela-duerme en medio de su cárcel ritualista.

Teonanacatl

viernes, 9 de mayo de 2008

sábado, 26 de abril de 2008

"Sospechosos ochentas"


Digamos que la alquimia del mercado sólo removió el sedimento purulento y nostálgico de nuestra infancia. Entonces las milagrosas sensaciones básicas que constituyen nuestras nostalgias, resultaron ser simples estereotipos resignificados a partir de la comercialización descarada del espectro comercial de una época.

El resultado: miles de inocentes treintañeros que se pudren en la intemperie de la precariedad laboral y que, junto con otros tantos miles de veinteañoeros cuasiproductivos, abarrotan los mostradores de las tiendas para comprarse un remedo plástico que haga las veces de asidero sentimental.

Una canción, algún juguete, quizá una serie de televisión, todo está disponible para una generación que, de repente, se ha descubierto como el epicentro del mercado. Entonces Heidi vuelve a tí, con todas sus aventuras, en DVD´s (pirata u original, da igual); puedes comprar los muñecos originales de los Caballeros de zodiaco sin la obsoleta mediación paterna, y cuando vas a alguna fiesta, puedes dejarte llevar con toda sinceridad, luego de varias cervezas, con música de Timbiriche.

La absolutización comercial de una época no elimina todo lo que ella representa, tanto a nivel personal como colectivo, simplemente lo aglutina en torno a una serie de productos haciendo que todo lo demás gire en torno al consumo. Algo verdaderamente macabro que no sólo supone la comercialización de la nostalgia, sino también la trivialización de la historia (también a nivel personal y colectivo). Y sí, es cierto que la seriedad acartona, pero eso no significa que también tengamos que delegar a la televisión y las empresas nuestra capacidad para la irreverencia.


Atte.
Fernando Vidal Olmos